Tres momentos en la carrera de un actor venezolano

Gustavo Valle



Yo gritaba. Me retorcía. Gesticulaba como si tuviera piedras en la vesícula. Me tiraba al suelo y dejaba de respirar. Movía los brazos como implorando algo, y también gemía, lloraba (aunque sin lágrimas).

Los ejercicios de Juan (el director argentino del taller de actuación) tenían en mí un efecto explosivo. En cada sesión yo encarnaba un drama siguiendo la pauta del más puro Stanislavsky. Por aquella época yo leía mucho al maestro ruso y me las ingeniaba para “entrar en personaje”. Si hacía falta afligirse, yo recordaba el accidente que había acabado con mi abuelita; si el asunto requería fogosidad, yo me trasladaba a la remota tarde de mi primer y húmedo orgasmo. Pero lo que más me gustaba era sentir ese estado de perturbación psíquica y motriz, ese desmadrarme en mi memoria emocional que me ponía a temblar como si tuviese cuarenta de fiebre. Los artistas somos así.

Pero un día Juan me sugirió que intentara con los títeres.

—Los títeres —me dijo— son inexpresivos por naturaleza, y necesitan de alguien que les dé la pasión que no tienen. Y a ti, Henry, la pasión te sobra.

Escuché a Juan con respeto (yo lo admiraba mucho y lo consideraba un grande) De modo que ese día, al salir del taller, me puse a leer acerca de los títeres en la historia de la cultura y en la educación de los niños. Pero después de una semana de leer sobre títeres, me di cuenta de que no. Que lo mío era la actuación, no los títeres. Se lo dije al maestro Juan, y éste me respondió:

—Che, bueno, entonces iremos viendo, yo te llamo para la próxima reunión.

Pero Juan nunca llamó.

Peor aún: yo lo llamé, le dejé mensajes, y jamás respondió. Incluso una vez me presenté por sorpresa en el taller y cuando me vio, fingió no reconocerme.

¿Qué habré hecho mal?, me preguntaba. ¿Acaso fui un vanidoso, un insolente? Ese día me compré una bombona de anís y me la tomé antes de acostarme. Tuve sueños horribles y al día siguiente, al despertarme, me miré en el espejo y me pregunté: ¿y si perfilo mi nariz, y si me aclaro la piel, y si me quito papada? Quizás eso pueda ayudarme, pensé. Pero seguí leyendo a Stanislavsky.

Al mes siguiente, un amigo que estudiaba cine me llamó para decirme que tenía un papel para mí. Sergio sabía de mi carrera de actor y quiso que yo protagonizara uno de sus trabajos académicos. La llamada me alegró mucho, y me sacó de esa especie de limbo creativo en el que había caído después de los títeres y el anís.

Sergio convocó al equipo de producción a la una de la tarde en su casa, lugar donde se haría la filmación. Cuando llegué, allí estaban el negro Tomás y Sergio. En el centro de la sala, un viejo trípode con una Handycam, y algunas luces arrumadas en el suelo. Sergio puso el guión en mis manos y dijo:

—Bróder, tú me dijiste que estabas estudiando actuación, ¿verdad? Bueno, léete esta vaina. Son cinco minutos de película. Tú eres el único personaje. Concéntrate, que ya vamos a comenzar.

Leí el guión. Se trataba de una versión muy breve de Dr. Jekill y Mr. Hyde. Yo tenía que beber de una poción mágica (concretamente un Dr. Killer) y caer en estado de coma, después de retorcerme como un perro. Era, sin duda una ocasión para lucirme, pues ante un guión tan escueto (y poco original, todo hay que decirlo) era preciso contar con un buen desempeño dramático.

El negro Tomás puso las luces y acomodó un poco los muebles de la sala. Yo agarré mi Dr. Killer y traté de identificarme con la bebida (esto lo había aprendido con Stanilslavsky) Miré la botellita como quien trata de hipnotizar al diablo mismo, y recordé uno de mis traumas más terribles: la sopa de arvejas que me obligaba a beber mi madre.

—¡Luces, cámara, acción! —dijo Sergio—, y al instante me atraganté el Dr. Killer.

Al cabo de unos segundos giré los ojos hacía atrás, hice temblar mis hombros como si sufrieran descargas eléctricas, y luego de torcer la cara como un muñeco, caí en convulsiones, emitiendo gruñidos, con una expresión corporal espástica y desarticulada. Allí, en el suelo, Sergio hizo zoom a mi rostro y aproveché para hacer gala de mi herramienta más sutil: abrí la boca, tirité un poco y puse los labios a vibrar de manera casi imperceptible.

—¡Corten! —gritó Sergio. Y yo sentí el mismo alivio que sentía Sarah Bernhardt cada vez que terminaba una función.
—Gracias, Henry —me dijo—. Cuando esté todo listo te llamo para que veas la película.

Pero Sergio nunca llamó. Al mes lo llamé, y le pregunté qué había pasado. Me respondió con evasivas: que si el material no estaba listo, que si la post producción, que si el revelado (esto último me extrañó pues habíamos filmado en video), y al final terminó diciéndome que sus profesores no habían seleccionado el film, y por lo tanto no le darían difusión.

Mi carrera actoral había sufrido un nuevo revés, pero esto era habitual en la trayectoria de un artista. Además, yo sabía muy bien que sólo el trabajo constante podía cosechar frutos. No iba pretender ganarlas todas, hacerme famoso de la noche a la mañana, y esperé pacientemente una nueva oportunidad.

Y la oportunidad llegó.

Me enteré que Elia Schneider estaba haciendo el casting para una de sus películas donde intervienen morenitos con rulos y adolescentes medio desnutridos. El mismo Sergio me pasó el dato, y me dijo:

—Eres el candidato perfecto, Henry.

De manera que acudí a los estudios de la Schneider ubicados en la Alta Florida y me presenté con gran cancha, aunque en el fondo estaba bastante nervioso.

La Schneider me miró de arriba abajo. Yo había ido con un bluyín viejo, sin afeitarme, y con unos Nikes que en su puta vida habían conocido el cepillo. Me vestí digamos, acorde con la propuesta estética de la directora.

La Schneider me pidió que me sentara en un taburetico. Me preguntó acerca de mi experiencia actoral, en qué proyectos había participado, si había obtenido algún premio, etc. Yo le conté toda la verdad: que mi formación había estado en manos del maestro Juan, que había protagonizado un medio metraje, y que ahora enfocaba mi carrera, íntegramente, hacia el séptimo arte. La señora Schneider frunció el seño y puso en mis manos el extracto de un guión.

—Lee —me dijo.

Y leí.

Pero leí como quien lee los salmos de la Biblia, con voz monocorde, como si reclutara zombis. Al instante percibí en la directora una cara de fastidio. De modo que cambié la estrategia y me entregué a lo que mejor sabía hacer.

Me paré del taburetico y me puse a deambular con gran nervio en el estudio. Dramaticé de forma descarnada y profunda, lloré (aunque sin lágrimas). Quizás alce demasiado la voz, pero el papel lo exigía. Al rato sentí que algo me atrapaba por completo, que estaba prestando mi cuerpo a la expresión de una intensidad mayor. No sabría cómo explicarlo --el arte es así, inexplicable-- pero de pronto supe que, en ese efímero relámpago del casting, mientras tenía el libreto en mis manos, yo no era yo, sino aquel personaje del guión, un tal Wilmer.

—Gracias —me dijo la Schneider—. Y de inmediato supe que ese gracias no era como cualquier otro. Ese gracias era consagratorio.

Pero pasaron las semanas, los meses, incluso los años, y la Schneider nunca llamó. Intenté por varios medios conocer su decisión acerca de los resultados del casting pero me fue imposible. Yo sabía que hacer una película en Venezuela podía insumir diez, veinte años, pero igual me preocupaba la tardanza de su respuesta. Un día me fui a la Alta Florida, pero me encontré con que la productora se había mudado. Acudí a Sergio, pero no pudo (o no quiso) ayudarme, y yo, la verdad, no conocía a nadie en el medio. A los tres años de aquel memorable casting, me enteré del estreno de la película: Huelepega, se llamaba, y di por concluido el asunto.

Tras varios meses sumido en la más absoluta confusión, gastándome lo poco que tenía en bombonas de anís, y caminado sin rumbo por los pasillos del CNAC, me recuperé. Resurgí de las cenizas como el ave Fénix. Y me dije, viéndome al espejo: si yo cuento con un talento, ése es el de la esperanza, y nadie me la iba a quitar. Nadie.

A partir de entonces trabajé en pos de mis sueños. Visualicé mi futuro actoral (esto lo recomiendo, es una terapia infalible) y así, muy pronto, estaba pensando otra vez en mi carrera, asistiendo a talleres y seminarios, elaborando una agenda de cara al porvenir. Gracias a Stanislavsky indagué a fondo en mi drama personal, e incorporé nuevos elementos a mi memoria activa: la noche del terremoto, el entierro de la tía Irene. Mi arte dramático ganó con todo esto. Por último, cometí una osadía: llamé al maestro Juan y lo saludé con cariño. También le pedí trabajo, pero eso es lo de menos. Es que el peor enemigo en la carrera de un artista es la vanidad. Y yo, señores, sólo creo en la disciplina.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mosca con el monasterio, Gustavo. La vanidad por la vanidad si es como para preocuparse, pero todo el mundo sufre de eso, y los artistas son los represesentantes genuinos y naturales de mostrar la tan sellada vanidad. La disciplina sin un trozo de vanidad es como la comida de un hospital: sana pero aburridora.