Editorial con ombligo cinematográfico




Lo que es tener dinero, amigos. Con “rial” puedes inventar. Puedes darte tus lujos, tus caprichos. Con “rial” puedes gastar y experimentar a tu antojo y hasta aburrirte. A nuestros jefes, que por supuesto les sobra “rial”, les dio por jugar a la experiencia audiovisual. Más aún, les dio por el cine. Por meterse a directores de cine. Ya saben, ellos andan en esa búsqueda. Quieren hacer “arte”, sentir que sus vidas no son solamente narcotráfico, asesinatos, contrabando de peluquines y prostitución de mujeres barbadas. Pruebas suficientes tenemos de su inquietud. Del cuento pasaron a la creatividad, y ahora andan por lo cinematográfico. Resulta que acababan de ver esa película de David Cronenberg llena de rusos mafiosos protagonizada por Vigo Mortensen y Naomi Watts, y algo se les movió, quizás la añoranza de sus antiguos enemigos, quizás el haber perdido la oportunidad de filmar las torturas infernales a las que sometieron a los Andropov. Cuánta intensidad, cuánta maldad suprema atesora en su alma aquel par de orientales. Y nosotros, tan inocentes, pensando en proponerles una comedia romántica protagonizada por Shyla Stylez. Pero cuando ellos son los protagonistas, es mejor callar. Callar y evitar la risa. ¡Ay de ti si dejas ver un esbozo de sonrisa en tu rostro! Pero es que ellos juran que se la están comiendo con sus bermudas, con sus chaquetitas de fotógrafo (esas sin mangas y que están cubiertas de bolsillos), con sus zapatos de goma, con sus medias hasta las rodillas, con sus gorritos de pescador y sus cámaras de video. Qué horror, un par de chinos disfrazados de japoneses. Pero las camaritas eran la bagatela, el caprichito portátil. Detrás de ellos se aparecieron los lacayos (los otros lacayos) y el resto de los equipos. Allí vimos asistentes de producción, maquilladores, escenógrafos, directores de fotografía, camarógrafos, foquistas, luminitos y hasta pegadores de tirro exclusivamente enanos. Cargaban, sin orden ni concierto, cámaras 35 mm, grúas, luces, butterflies, steady cams, y demás parafernalia cuyo nombre aún desconocemos. Los hermanos Chang eran, por supuesto, los directores. Los excelsos directores que nada sabían sobre cine. Así que dijeron, con esa voz que le ponen a Simón Bolívar en las alocuciones oficiales:

—Queremos saber de cine, así que llamen a sus compinches y nos hacen un cuadernito, una libretica, que nos sirva de guía para nuestra nueva incursión cultural.

Luego sonaron sus celulares (los celulares de ambos siempre suenan al mismo tiempo) y contestaron. Eran las hermanas Chang. Llamaban porque necesitaban les mandaran las cámaras para filmar el cumpleaños de uno de los sobrinitos Chang (aquellos de la juguetería, ¿recuerdan?). Los Chang colgaron, empezaron a dar saltitos al tiempo que decían felices (y siempre con la misma voz de Simón Bolívar):

—¡Dale, dale, dale a la piñata, túmbala pal suelo, queremos caramelos!

Y así, dando brincos, se fueron a la fiesta de su sobrinito. La tropa de empleados cinematográficos, con los equipos a cuestas, se fueron tras ellos. Y a nosotros nos tocó preparar este livret de cinéma. Esperamos que, luego de este esfuerzo, nos dejen hacer la comedia romántica con Shyla. O con Jessica Biel. Sí, con Jessica Biel vestida igualita como sale en Texas Chainsaw Massacre, con ombliguito afuera y todo. ¡Dios! Cuando uno ve un ombligo como ese, no puede menos que volverse fanático del cine.




Fedosy Santaella y José Urriola (asistentes de dirección)

Vuelve al lugar que se te ha señalado

Cynthia Rodríguez




“Esta noche nos sale dormir India”. Anna me lo dijo y yo me reí pensando que ya estábamos demasiado grandes para la gracia y que después de todo ver películas de terror, tarde en la noche, nos servía como una especie de terapia de hermanas; una vía para reconciliarnos con nuestra consanguinidad debilitada por las innumerables peleas por ropa, zapatos, espacio y bienes que ella tomaba “prestados” y a mí no me gustaba no encontrar en su sitio cuando me daba la gana de requerirlos.

Pero mientras más cerca estábamos de presenciar ese momento en que la niña verde vestida de azul hace girar cabeza mientras grita: “¡Yo no soy Reagan! ¡Soy el diablo!”, mi incomodidad en el sofá crecía y empezaba a considerar la propuesta de mi hermana como algo más o menos viable.

Bianca, mi otra hermana, siempre sabia, nunca asomó sombra de dudas de que aquello iba a resultar lo más sensato cuando todo terminara y apagáramos la tele con los ojos como huevos fritos.

Claro, tengo que aclararles que “Dormir India”, significa dormir todas en una misma cama, “como en la India”. Eso fue lo que dijo Bianca una de esas noches de terror cinematográfico cuando acuñó ese término que había quedado para siempre dentro de nuestro diccionario familiar, hermético para cualquiera que no viviera con nosotras.

Minutos después, se desató el horror. El horror repetido, es cierto, pero horror al fin. No era esa la primera vez que veía a Reagan levitar, manifestarse a través de unas heridas en su pancita en las que se leía “Help”, hacer rodar los muebles de la habitación, congelar a todo el mundo hasta los tuétanos y empujar por la ventana al cura joven, que nunca estuvo preparado para hacer ese exorcismo (cosa que todos del otro lado de la pantalla supimos desde el principio, pero él, empeñado en molestarle la paciencia a quienes seguíamos el cuento, se negaba a admitir). Tampoco era la primera vez (ni sería la última) que aceptaba dormir India con mis hermanas.


*


No sé por qué a uno le encanta ver una película de terror si es una cosa que te pone tan mal. Ni tampoco entiendo a la gente que puede ver una cosa tan horrorosa y salir del cine olvidándola por completo, como si aquello no hubiera pasado jamás. Se van a comer, a beber, a echar vaina… ¡Hay que ser una bestia insensible!

No es que todas las películas que se supone deben darte miedo terminen haciéndolo. Hay algunas a las que uno les tiene cariño (como el Drácula de Ford Coppola) o parten de una idea en principio terrorífica pero terminan dando risa (como todas las de zombis, que me encantan y la series de Pesadilla en Elm Street, Puerta al infierno y Martes 13).

Cada tanto, en una reunión con gente que me cae bien, sale ese tema. ¿Cuál es la película que más te asustó en la vida? Es como el sexo, la comida y el excremento. Cuando entras en confianza terminas hablando de eso.

De todas esas conversaciones he terminado haciéndome un inventario mental de las escenas más horribles que me llevaron en un viaje sin retorno a dormir India y que todavía, más allá de los años y de las experiencias, me siguen despertando el mismo terror de los siete años, cuando vi a Reagan por primera vez un domingo de Cine Millonario y con mis dos tías, unas tarajallas que se asustaron mucho más que yo.

De La profecía me quedó el momento en que un cuervo ataca a una mujer en medio de una carretera y le arranca los ojos. La mujer, con las cuencas sangrantes, camina desorbitada por la vía. Un camión pasa a toda velocidad y la arrolla.

“Te traje algo bonito, papi”, es lo que dice el niño resucitado de Pet Cemetery mientras sostiene un cuchillito a escala y embiste con ojos de demente a su trastornado padre.

Sobre “Here’s Johnny!”, de El resplandor lo único que puedo decir es que todavía tengo el temor de irme de vacaciones con mi familia y que alguien (que perfectamente podría ser yo misma) se vuelva loco y arremeta contra todos, hacha en mano.

Aunque ya me habían contado el final de The others, la vieja médium que dice “I am your daugther” me sacó el aire y casi no pude soportar ver las fotos de los muertos.

La primera menstruación de Carrie me dio más miedo que la mía propia (evidentemente no había entendido todavía bien de qué iba la mía, que resultaría ser mucho más terrorífica con el paso de los años. No pude dormir como por una semana después de que aquella niñita muerta vomitó debajo de la cama de su amiguito vivo en The sixth sense y la sola idea de que el fantasmita infantil de Santi recorra un colegio en El espinazo del diablo me para los pelos.

Y no me he atrevido, lo confieso, a ver ni El aro, ni La maldición, ni nada de eso; pero sí vi una china que se llama El ojo y por varios días me dediqué a subir y bajar escaleras por puro miedo a los muertos que te pueden salir en el ascensor. Y claro que Psicosis me hizo bañarme con la regadera abierta hasta que le agarré más miedo a mi mamá, que me preguntaba a gritos si estaba convirtiéndome en pato, al ver el estado en que quedaba el baño.

Pero Reagan –la niñita que es poseída por un demonio en El exorcista- se lleva la Palma de Oro del horror en mi vida. No hay una sola vez que haya visto esa película sin sufrir, sin pensar que esa misma noche se me va a aparecer en el cuarto, con su batica azul salpicada de vómito (creencia absurda si tomamos en cuenta que la niña no es un fantasma sino una posesa, y que los posesos no se le aparecen a la gente) o que yo misma voy a terminar siendo poseída por el mismísimo mandinga.

Cuando tenía como quince años me leí de cabo a rabo El exorcista. Lo hice religiosamente, con la inocencia de quien cree que leyendo la horrenda descripción de cómo una niñita se masturba con un crucifijo va a acabar con el horror que le produce ver una escena mucho menos fuerte en la pantalla y con la imprudencia de quien se entrega al vicio de la lectura para no dormir jamás, ni mientras se lee, ni varios días después, cuando todo ese horror persiste intacto en la imaginación después de la última página.

Evidentemente, mi exorcismo no sirvió para nada. Esa absurda pretensión de decirle a mi miedo “vuelve al lugar que se te ha señalado” sólo me hizo consciente de una cosa: siempre voy a temerle a El exorcista. No hay nada más que hacer.

Y de una vez declaro que no he visto y no creo que vea la versión sin cortes que se exhibió en las salas de cine hace unos años. Ni a palos.


*


Hay algo que aprendí de todo esto. Es muy poco probable que vuelva a aceptar ir al cine a ver una película de terror. Está bien, es ridículo que una mujer de 33 años, que se las da de moderna y ama la cultura pop diga esto. Pero la verdad es que no me importa. La trascendencia del ridículo es algo que se va diluyendo con los años en esa excusa que uno agarra de viejo, y que sirve para todo: “Ya yo soy así y no creo que eso vaya a cambiar. Al menos no en esto. Y déjenme en paz, carajo”.

Haber decidido esto me da una tranquilidad que no les puedo describir. Total, siempre tendremos el DVD. Porque no es que no vaya a volver a ver una película de terror. Me gustan y no renunciaría a ellas por nada del mundo. La cosa es que no puedo verlas en el cine. Me da miedo pues; ese es el problema. Me da demasiado miedo. Y no es que en la tele no me den miedo o me den menos. Pero al menos allí, encerradas en ese espacito sin oscuridad total ni dolby surround, siento que las puedo controlar. Y si no voy a poder dormir, siempre tendré con quién dormir India. El día que me falle mi media naranja, no voy a titubear en irme corriendo a casa de mis padres y pedir una parcela en cualquier cama. Y me la van a dar sin pedir explicaciones, que es lo mejor.


*

Hace poco me atreví a ver El orfanato (en dividí pirata, por supuesto). Para quienes no la han visto todavía sólo voy a decir que reúne todo lo que me asusta: niños muertos, casas viejas y aisladas, fantasmas y escenas muy rudas. La parte buena es que mi novio se asustó casi tanto como yo y hay pocas cosas tan románticas como dormir India con la pareja.

Hay una promo del canal NatGeo que dice que al final de tu vida habrás pasado nosecuántas horas en el baño, nosecuántas más en una cola y nosecuántos meses durmiendo. Les digo algo: cuando me hagan esa “memoria y cuenta” –si es que existe tal cosa como el infierno, el cielo, el purgatorio o el juicio final- a mí me van a contar unos cuántos días sin dormir. Y no van a ser precisamente esos en los que me desvelaron las preocupaciones económicas o el esquema de la nota que tenía que sentarme a escribir la mañana siguiente, ni las que me pasé con alguna mala junta.

Esas horas serán las que me pasé despierta por una razón muy sencilla: el más puro y atávico miedo. Cagazón, pues, para decirlo en criollo castellano.

Tres momentos en la carrera de un actor venezolano

Gustavo Valle



Yo gritaba. Me retorcía. Gesticulaba como si tuviera piedras en la vesícula. Me tiraba al suelo y dejaba de respirar. Movía los brazos como implorando algo, y también gemía, lloraba (aunque sin lágrimas).

Los ejercicios de Juan (el director argentino del taller de actuación) tenían en mí un efecto explosivo. En cada sesión yo encarnaba un drama siguiendo la pauta del más puro Stanislavsky. Por aquella época yo leía mucho al maestro ruso y me las ingeniaba para “entrar en personaje”. Si hacía falta afligirse, yo recordaba el accidente que había acabado con mi abuelita; si el asunto requería fogosidad, yo me trasladaba a la remota tarde de mi primer y húmedo orgasmo. Pero lo que más me gustaba era sentir ese estado de perturbación psíquica y motriz, ese desmadrarme en mi memoria emocional que me ponía a temblar como si tuviese cuarenta de fiebre. Los artistas somos así.

Pero un día Juan me sugirió que intentara con los títeres.

—Los títeres —me dijo— son inexpresivos por naturaleza, y necesitan de alguien que les dé la pasión que no tienen. Y a ti, Henry, la pasión te sobra.

Escuché a Juan con respeto (yo lo admiraba mucho y lo consideraba un grande) De modo que ese día, al salir del taller, me puse a leer acerca de los títeres en la historia de la cultura y en la educación de los niños. Pero después de una semana de leer sobre títeres, me di cuenta de que no. Que lo mío era la actuación, no los títeres. Se lo dije al maestro Juan, y éste me respondió:

—Che, bueno, entonces iremos viendo, yo te llamo para la próxima reunión.

Pero Juan nunca llamó.

Peor aún: yo lo llamé, le dejé mensajes, y jamás respondió. Incluso una vez me presenté por sorpresa en el taller y cuando me vio, fingió no reconocerme.

¿Qué habré hecho mal?, me preguntaba. ¿Acaso fui un vanidoso, un insolente? Ese día me compré una bombona de anís y me la tomé antes de acostarme. Tuve sueños horribles y al día siguiente, al despertarme, me miré en el espejo y me pregunté: ¿y si perfilo mi nariz, y si me aclaro la piel, y si me quito papada? Quizás eso pueda ayudarme, pensé. Pero seguí leyendo a Stanislavsky.

Al mes siguiente, un amigo que estudiaba cine me llamó para decirme que tenía un papel para mí. Sergio sabía de mi carrera de actor y quiso que yo protagonizara uno de sus trabajos académicos. La llamada me alegró mucho, y me sacó de esa especie de limbo creativo en el que había caído después de los títeres y el anís.

Sergio convocó al equipo de producción a la una de la tarde en su casa, lugar donde se haría la filmación. Cuando llegué, allí estaban el negro Tomás y Sergio. En el centro de la sala, un viejo trípode con una Handycam, y algunas luces arrumadas en el suelo. Sergio puso el guión en mis manos y dijo:

—Bróder, tú me dijiste que estabas estudiando actuación, ¿verdad? Bueno, léete esta vaina. Son cinco minutos de película. Tú eres el único personaje. Concéntrate, que ya vamos a comenzar.

Leí el guión. Se trataba de una versión muy breve de Dr. Jekill y Mr. Hyde. Yo tenía que beber de una poción mágica (concretamente un Dr. Killer) y caer en estado de coma, después de retorcerme como un perro. Era, sin duda una ocasión para lucirme, pues ante un guión tan escueto (y poco original, todo hay que decirlo) era preciso contar con un buen desempeño dramático.

El negro Tomás puso las luces y acomodó un poco los muebles de la sala. Yo agarré mi Dr. Killer y traté de identificarme con la bebida (esto lo había aprendido con Stanilslavsky) Miré la botellita como quien trata de hipnotizar al diablo mismo, y recordé uno de mis traumas más terribles: la sopa de arvejas que me obligaba a beber mi madre.

—¡Luces, cámara, acción! —dijo Sergio—, y al instante me atraganté el Dr. Killer.

Al cabo de unos segundos giré los ojos hacía atrás, hice temblar mis hombros como si sufrieran descargas eléctricas, y luego de torcer la cara como un muñeco, caí en convulsiones, emitiendo gruñidos, con una expresión corporal espástica y desarticulada. Allí, en el suelo, Sergio hizo zoom a mi rostro y aproveché para hacer gala de mi herramienta más sutil: abrí la boca, tirité un poco y puse los labios a vibrar de manera casi imperceptible.

—¡Corten! —gritó Sergio. Y yo sentí el mismo alivio que sentía Sarah Bernhardt cada vez que terminaba una función.
—Gracias, Henry —me dijo—. Cuando esté todo listo te llamo para que veas la película.

Pero Sergio nunca llamó. Al mes lo llamé, y le pregunté qué había pasado. Me respondió con evasivas: que si el material no estaba listo, que si la post producción, que si el revelado (esto último me extrañó pues habíamos filmado en video), y al final terminó diciéndome que sus profesores no habían seleccionado el film, y por lo tanto no le darían difusión.

Mi carrera actoral había sufrido un nuevo revés, pero esto era habitual en la trayectoria de un artista. Además, yo sabía muy bien que sólo el trabajo constante podía cosechar frutos. No iba pretender ganarlas todas, hacerme famoso de la noche a la mañana, y esperé pacientemente una nueva oportunidad.

Y la oportunidad llegó.

Me enteré que Elia Schneider estaba haciendo el casting para una de sus películas donde intervienen morenitos con rulos y adolescentes medio desnutridos. El mismo Sergio me pasó el dato, y me dijo:

—Eres el candidato perfecto, Henry.

De manera que acudí a los estudios de la Schneider ubicados en la Alta Florida y me presenté con gran cancha, aunque en el fondo estaba bastante nervioso.

La Schneider me miró de arriba abajo. Yo había ido con un bluyín viejo, sin afeitarme, y con unos Nikes que en su puta vida habían conocido el cepillo. Me vestí digamos, acorde con la propuesta estética de la directora.

La Schneider me pidió que me sentara en un taburetico. Me preguntó acerca de mi experiencia actoral, en qué proyectos había participado, si había obtenido algún premio, etc. Yo le conté toda la verdad: que mi formación había estado en manos del maestro Juan, que había protagonizado un medio metraje, y que ahora enfocaba mi carrera, íntegramente, hacia el séptimo arte. La señora Schneider frunció el seño y puso en mis manos el extracto de un guión.

—Lee —me dijo.

Y leí.

Pero leí como quien lee los salmos de la Biblia, con voz monocorde, como si reclutara zombis. Al instante percibí en la directora una cara de fastidio. De modo que cambié la estrategia y me entregué a lo que mejor sabía hacer.

Me paré del taburetico y me puse a deambular con gran nervio en el estudio. Dramaticé de forma descarnada y profunda, lloré (aunque sin lágrimas). Quizás alce demasiado la voz, pero el papel lo exigía. Al rato sentí que algo me atrapaba por completo, que estaba prestando mi cuerpo a la expresión de una intensidad mayor. No sabría cómo explicarlo --el arte es así, inexplicable-- pero de pronto supe que, en ese efímero relámpago del casting, mientras tenía el libreto en mis manos, yo no era yo, sino aquel personaje del guión, un tal Wilmer.

—Gracias —me dijo la Schneider—. Y de inmediato supe que ese gracias no era como cualquier otro. Ese gracias era consagratorio.

Pero pasaron las semanas, los meses, incluso los años, y la Schneider nunca llamó. Intenté por varios medios conocer su decisión acerca de los resultados del casting pero me fue imposible. Yo sabía que hacer una película en Venezuela podía insumir diez, veinte años, pero igual me preocupaba la tardanza de su respuesta. Un día me fui a la Alta Florida, pero me encontré con que la productora se había mudado. Acudí a Sergio, pero no pudo (o no quiso) ayudarme, y yo, la verdad, no conocía a nadie en el medio. A los tres años de aquel memorable casting, me enteré del estreno de la película: Huelepega, se llamaba, y di por concluido el asunto.

Tras varios meses sumido en la más absoluta confusión, gastándome lo poco que tenía en bombonas de anís, y caminado sin rumbo por los pasillos del CNAC, me recuperé. Resurgí de las cenizas como el ave Fénix. Y me dije, viéndome al espejo: si yo cuento con un talento, ése es el de la esperanza, y nadie me la iba a quitar. Nadie.

A partir de entonces trabajé en pos de mis sueños. Visualicé mi futuro actoral (esto lo recomiendo, es una terapia infalible) y así, muy pronto, estaba pensando otra vez en mi carrera, asistiendo a talleres y seminarios, elaborando una agenda de cara al porvenir. Gracias a Stanislavsky indagué a fondo en mi drama personal, e incorporé nuevos elementos a mi memoria activa: la noche del terremoto, el entierro de la tía Irene. Mi arte dramático ganó con todo esto. Por último, cometí una osadía: llamé al maestro Juan y lo saludé con cariño. También le pedí trabajo, pero eso es lo de menos. Es que el peor enemigo en la carrera de un artista es la vanidad. Y yo, señores, sólo creo en la disciplina.

Sin crédito alguno

Dakmar Hernández de Allueva



The song remains the same

En fin, que esa misma tarde llegabas en tu vuelo desde Barcelona con destino Caracas, sí, de Barcelona, y yo tan cansada como estaba de atender a los gatos ya tenía tanta información fútil que no quería ni tenía fuerzas para más conjeturas. Lo de los gatos era abrumador a esta hora: por más que comprobaran que dependían de mí para seguir con su felina existencia, bastaba tu ausencia para que se volvieran en mi contra, como si fuese yo la responsable de tu paso andariego por el planeta, tus secretos al descubierto, tu maldita carga de culpa que te impide soltar y soltarte. En fin, te decía, que esa tarde tan abrumada como estaba de limpiar caca y protegerme la cara de los arañazos, así sin rabia ni nada, me sentía tan borrosa como el personaje de Harry Block. A esta hora era una mancha borrosa de preguntas, cansada, pero sin angustia alguna ni señas de ansiedad. Crucé el portal en el que abandonas toda esperanza hasta alcanzar el limbo o el Nirvana.



I hate New York

Cuando te fuiste al cine no fue lo mismo. Ya no había nadie a quien ofrecerle mis piernas, el roce y mi lengua en la punta de los dedos atornillados en el quinto asiento de la fila derecha. Tras tu ausencia aquel lugar ya no servía para conjurar al vacío ni para coleccionar gemidos; el cine me ofreció sólo imágenes y más imágenes, unas profusas, otras más lentas, predecibles, hasta somníferas. Desde que te fuiste sigo yendo al cine sólo para asegurarme de que la película se recrea en Nueva York. Tu ausencia y los edificios de Manhattan alimentan el odio que me produce el hecho de que tras tanta tecnología, diversidad de temas, de géneros y autores, de propuestas y orígenes, de rupturas y recreaciones, todos los malditos marcianos, hijos de puta, dictadores, resentidos, renegados, desarraigados, fashion victim, fenómenos, ex fenómenos, wannabis, malquemaos e irreverentes escogen Nueva York para sus recreaciones, sueños de perpetuidad o hábitos destructivos, como si no existiera otro maldito lugar en el planeta con calles asfaltadas y edificios, ni otro lugar en este globo súper poblado donde recrear sus historias o exterminar al género humano.¿Por qué los amantes “oh, no puedo con tanta cultura” sólo pueden perseguirse a punta de taxis amarillos que frenan sobre el puente? ¿Cantar villancicos abrazados sólo en el Rockefeller Center? ¿Llorar desconsoladamente sí y sólo sí en el aeropuerto J. F. Kennedy porque todo se fue a la mierda? ¿Por qué a los dinosaurios les da tanta arrechera la estatua de la Libertad? La chica que se va de casa y escapa de lo gris que es su vida en el campo de techos bajos toma un autobús y ¡zas!, aparecen los rascacielos como promisorio destino para un génesis reciclado. Hollywood es la más funesta agencia de turismo. Odio New York. Más que a New York, odio las películas sobre New York. Odio que no estés.



Se acabó la película

Extraño el escoger la sala y el tipo de película que quisiera ver. Antes de que las salas se volvieran impersonales placebos con bandejas amarillas y asientos azules desgastados disfrutaba enormemente de las salas pequeñas, íntimas, cargadas de singularidad de la hasta cierta desolación, como la Previsora, el Ateneo, el Centro Plaza, la Cinemateca. Algunas de mis salas favoritas desaparecieron tras la funesta política cultural, otras fueron absorbidas por la dinámica violenta de alejarnos como individuos de los espacios públicos y el cine de autor y los ciclos especiales de la Cinemateca se esfumaron para dar paso a las proyecciones de compromiso, a los filmes por encargo.

48 horas

Robert Andrés Gómez




Cuando aterrizo en Los Angeles, siempre son las diez de la mañana. Sin meridiano de Río Chico de por medio, el reloj es puntual. Cuando aterrizo, no voy de visita, siempre de trabajo. 48 horas a lo sumo. Las otras 18 en el avión de ida y vuelta. Una película es la excusa. Una gran película, por el presupuesto y las estrellas. Hay que ver la cinta, y luego, como manda la tradición, entrevistar a los grandes.

Un taxi y en veinte minutos ya estás en Beverlly Hills descargando la maleta. Una pequeña siesta, una vuelta por el hotel, una caminata por ninguna parte y ya, para las cuatro de la tarde, duchado y vestido. Presto en el lobby que de pronto parece una convención de Naciones Unidas. Periodistas de Asia, Europa, América Latina y el Caribe arman un barullo. Afuera, una señora muy simpática te anima a subir a alguno de los tres autobuses que te conducirán al cine. Probablemente en Hollywood Boulevard, frente al Teatro Chino y al Kodak.

La película siempre cuesta un poco más de cien millones de dólares y entre los periodistas siempre hay un par que aterriza con todo el merchandising puesto. En el Capitán –un cine-, un organista pone las notas previas a la premiere. La espera puede ser larga o corta, todo depende de cuánto tarden en llegar los invitados especiales. Una vez que arranca la película, casi todos aplauden. Una vez que termina, casi todos quieren irse de inmediato.

La señora simpática aguarda en la puerta del autobús. Sonríe a mares y te recuerda que debes ser puntual a la mañana siguiente. Para entonces ya es hora de dar otra vuelta en la nada. En la nada es fácil toparse con anécdotas. Te antojas de unos burritos y te cruzas con Keanu Reeves saliendo del lugar. No es la gran cosa, no Keanu, sino toparse a alguien en realidad. Si tienes suerte, es probable que te atropelle una celebridad, que te abra la puerta un famoso o en el mejor de los casos, que esperes un taxi junto a la Mujer Bonita. En el hotel –en cualquiera-, siempre hay alguien. Si es temporada de premios, te aburres y ya no quieres ver a nadie más. Hollywood es un pueblo de nueve letras. Sofisticado en alguna de sus esquinas, y un poco ruin en otras.

La noche pasa rápido. En la mañana hay que hacer acto de presencia pasadas las diez. La señora simpática ya no lo es tanto. Se ha transfigurado y hoy parece una nazi. Hollywood, le sienta bien. Te carga de todo lo que puede: cuadernos, libros, discos y más. Te ubica en una mesa, te señala los canapés y esperas. Entre los murmullos descubres que a casi nadie le ha gustado la película. Es casi un sentimiento general. Demasiados críticos alrededor. También descubres que las estrellas de la cinta no darán entrevistas, a lo sumo una rueda de prensa. Una menos, dicen. Mientras, aguardas. Los periodistas de TV hacen lo suyo. Uno a uno, van saliendo felices. Su exclusiva de tres minutos con las estrellas ha resultado satisfactoria.

Cuando llega la hora, pasas a una suite del hotel donde de a poco van llegando los entrevistados. Las estrellas son impredecibles. Las hay monosilábicas como Tommy Lee Jones. Meditabundas como Liam Nesson. Dicharacheras como Chow Yun-Fat. Desinteresadas como George Clooney. Discretas como Orlando Bloom. Tímidas como Ioan Gruffud. Amables como Hugh Jackman. Gratas como Geoffrey Rush.

Frente a ellos, diez o doce periodistas. Algunos ya vienen con un “issue” bajo el brazo. Los interesados en la ciencia médica: “¿Ya dejó de fumar?” Otros, preocupados por los temas sociales: “¿Piensa adoptar también?” Los más tech no faltan “¿Cuántos planos hizo la unidad de efectos especiales?” Hay otras, con otro norte, pero siempre incomodan. Nadie las espera, al menos no en ese contexto. Así, de a poco, los 20 minutos por entrevistado se hacen eternos. La tarde es la eternidad. Nadie quiere preguntar y nadie quiere responder, al menos no con entusiasmo. Los famosos que se ponen de mal humor quedan a merced de las preguntas médicas. “¿Hace cuánto lo dejó?” “¿Le ha costado?” “¿Cree que volverá a fumar algún día?” “¿Qué le aconsejaría a la gente que quiere dejar de fumar?”

Al final, terminas tan molido como ellos. Deseas que la señora vuelva a ser simpática. Que entre rápido y te salve. A ellos y al resto. Que te devuelva a la nada. Que te dé puerta franca para caminar en las calles por donde nadie camina. Que consigas tomar un autobús y marchar rumbo a la playa y seguir andando con un poco de compañía.

A la vuelta, pasas directo a Hollywood. Te pones a contar estrellas y quedas de nuevo frente a las puertas del Capitán. El músico se afana con su instrumento. El órgano suena. Te acuerdas de Sennet y toda su troupé. Haces las pases con ese barrio de dos calles. De dos sentidos: el éxito y el fracaso. Quieres pensar que donde te has sentado alguna vez estuvo uno de tus ídolos. Te acomodas mejor en la butaca. Se apagan las luces. La función está comenzando.

L’amante

Natasha Tiniacos





(poema cinematográfico pensado para ocho milímetros que ya filmaron otros)

Su meñique.
Su meñique sobre ella que aún huele a lolly pop de uva.
Se acerca como una bestia compasiva con su presa
acaso al principio,
porque al embestir somete su mano como lo que es,
pues,
como un salvaje
y la sostiene.

Ella mira por la ventana,
se concentra en los transeúntes,
en sus sandalias,
sus paraguas rojos,
sus bolsas cargadas de hortalizas.
No responde a la invitación de cinco dedos,
no sabe cómo,
aunque si hay algo irremediablemente claro
y vivo,
sobre ese asiento trasero,
es su cuerpo endureciéndose
e inclinándose al otro.

El carro se sacude sobre el camino de piedra.
Se detiene después de la curva.
Ella, tierna, se baja.

Al tiempo piensa en la mirada de sable
que la invadió en el trasbordador
y ve en su mano
la vena de su infancia,
rota.

Sale corriendo.
Corre sin detenerse.

Va por una calle angosta
acelerada,
cubierta en sudor,
sin poder disimular la curiosidad
detrás del vestido que tejió su madre
en lino ordinario
para que sus tetillas develaran el secreto.

Se tropieza con los caminantes
con los niños que salen del colegio
con los vendedores que arrastran sus carretas
tan semejantes
a ella que empuja ese pedazo de algo
incontrolable, nuevo,
eso que llaman,
algunos (creo),
virgen.

Llega a la habitación blanca,
vacía, casi.
La puerta se abre
Entra.
Las cortinas se baten violentamente.
Él aparece con un atuendo impecable,
contenido en su traje amarillo,
es un pájaro triste.
Sus músculos.
Sus brazos en primer plano.
Sus brazos tan definidos como tomates secos.
Su cuello como las horas difíciles.

Y es húmeda.
Su lengua es húmeda
y la envuelve como un aguacero.
Sus papilas saborean sus costillas y sus muslos.
Ella se encarama. La carga.
Es su niña.
Su niña ahora sí desvestida,
muñeca de glúteos descubiertos y blanquísimos.

Él susurra en su idioma fluido.
Sin traducción.
No importa ese ruido,
en la cama
toda lengua es animal muerto.

Ella se pinta la boca por primera vez para besar su espalda,
para dejar pista de su ruina
porque al descender
al abismo furioso de su pelvis
no tendrá puta idea
de cómo volver.

Estallan sobre el piso como figurillas de cristal Swarovski.
Afuera,
también;
una lluvia terrible.




http://natasha-t.blogspot.com

Psicosis con Techo de vinilo

Fedosy Santaella



A Humberto Valdivieso


Yo soy un imán para los locos. Quizás algo ven en mí que me reconocen como a su igual. En bachillerato, una amiga me dijo: “Hay quien dice que tienes cara de loco, y hay quien dice que tienes cara de gafo”. Entre esas opciones refulgentes, no me quedó más remedio que conformarme con la cara del loco. A lo mejor es eso, que tengo cara de orate. No sé, lo cierto es que loco que se aparece, loco que se me sienta al lado y que tiene que ver algo conmigo. Loco y loca, porque más de una loca se me ha atravesado en la vía. Recuerdo, por ejemplo, a una loca del Dog and Fox, el famoso bar de Las Mercedes presuntamente de estilo gringo o inglés, donde se jugaba dominó y vendían cerveza negra y perico. Aquella loca entró con la nariz alborotada (estaba buenota, eso sí), y lo primero que se encontró fue al trío de amigos universitarios que habían tenido la mala suerte de sentarse en la puerta más cercana a la puerta. Si se hubiera tratado de un asesino de masas, habríamos sido sus primeras víctimas. Aunque igual víctimas fuimos. De la loca. Estábamos Humberto, Dixon y yo, y la loca llegó y se sentó y nos buscó conversación. Nos mostró una cuerda negra que le guindaba del cuello y que sujetaba una especie de símbolo egipcio de la inmortalidad. La mujer decía que su hija se había muerto y nos mostraba la cadena. No sé qué tenía que ver la cadena con la hija. A lo mejor lo de la inmortalidad hacía el enlace. Después la mujer buenota y loca se perdió entre la confusión de espaldas y cinturas que nos rodeaban, y nosotros nos quedamos como lelos, comentando en voz baja la enajenación de la mujer, quien regresó unos minutos después para machacarnos la misma historia. En una de esas se puso de pie, apuntó a Humberto con un dedo y le dijo que no se riera de su hija muerta (puedo jurar sobre la Biblia que mi amigo Humberto, hombre serio ayer, hoy y siempre, de verdad no se estaba riendo de nadie). Sin esperar la réplica de mi amigo, la mujer lanzó la botella de cerveza negra contra la pared que estaba detrás de nosotros; muy pegada a nuestras testas, por cierto. La botella se quebró y los fragmentos le cayeron encima a Dixon. Ahí mismo Dixon se llevó la mano a la cabeza y vio que sangraba. Uno de seguridad se llevó a la loca no sé para donde y un barman vino a traernos unas servilletas de papel. Ya más calmados, nos fuimos a la calle, con Dixon tapándose la herida con la mano y las servilletas. Pues bien, la cosa no se acabó ahí: Cuando estábamos ya tomando la Río de Janeiro para irnos bien largo al carajo, la mujer buenota y empericada, la mamá de la niña muerta, la de la cruz egipcia, la loca de la botella se nos atravesó en el medio de la vía y se montó sobre el capot de mi Chevettico verde poceta. Yo ya no me podía aguantar tanta locura y, arrecho, aceleré mientras ella gritaba sinsentidos. Finalmente, se dejó vencer y se bajó de un lado —de mi lado— pero, antes de dejarnos para siempre, haló durísimo el espejo retrovisor, que quedó guindado, tan ofendido y víctima de ella como Humberto, Dixon y yo. Por cierto que lo de Dixon fue una tontería, un par de vidriecitos clavados superficialmente, pero qué susto, hermano.

En fin, no era mi intención extenderme tanto con esta loca. Lo que quería era ponerla como ejemplo del tipo de gente que se me atraviesa en la vida. Los locos de la droga, como aquella buenota del Dog and Fox, o los locos no sé porque otras razones, los locos naturales pues, como aquel que recorría los pasillos de la Escuela de Filosofía y Letras en la Central a mediados de los noventa. También estaba la loca de cabello larguísimo y gris, y flores en el pelo, pero con esa nunca hablé. Y no es que yo hubiera hablado mucho con Techo de vinilo. Es más, nunca le dirigí la palabra (aunque él sí me la dirigió a mí). Yo me cuidaba mucho de no acercármele y de que él no me viera, porque, como ya has de suponer, temía yo que algún día ese carajo tuviera algo que ver conmigo. Ah, por cierto, le decían Techo de vinilo porque era un señor totalmente calvo que se pintaba la parte superior de la cabeza con betún, como si tuviera un kipá o algo así. Era un viejo alto, muy delgado y pálido, que usaba anteojos de pasta enormes. Si llegabas al pasillo por primera vez y lo veías sin saber nada de él, quizás lo hubieras confundido con un rabino, o incluso con un profesor (que un profesor de la Escuela de Letras tuviera la calva pintada de betún no resultaría extraño), porque Techo de vinilo era un señor que tenía cierto porte, y además era muy limpio y vestía bien. Sólo que cuando alguien le gritaba el sobrenombre en el pasillo, nuestro ínclito loco sacaba toda la furia que llevaba por dentro y se desgañitaba a fuerza de insultos desvergonzados. Esa, para mí, era prueba suficiente de su locura. Porque, que yo recuerde, cuando los malos gritaban mis sobrenombres por los pasillos del colegio, yo lo que hacía era salir corriendo con la boca muy apretada.

También alguien me contó que Techo de vinilo entraba de oyente a los salones, que a veces incluso intervenía. Yo nunca lo vi en una clase, hasta aquella vez en que se le ocurrió meterse en una del taller de apreciación cinematográfica que dictaba Igor Barreto. En ese taller la pasé muy bien viendo películas intensas que uno debe ver sólo cuando está en la Universidad o cuando tiene menos de 30 años, porque después nadie en su sano juicio (uno cuando está en la Universidad está también medio loco) no las ve ni a balazos. Eran películas como El ladrón de bicicletas, Andrei Rublev, 8 y medio o Rashomon. Ladrillos geniales pero, seamos sinceros, ladrillos al fin y al cabo. Un día, el poeta Barreto nos puso El Halcón Maltés y la cosa mejoró. Yo gocé un mundo viendo a Humphrey Bogart haciendo de Sam Spade, que en el libro es un patán rubio pero que en la película quedó muy bien de patán Bogart. Todo en ese film de John Huston es maravilloso. Aquel cuento templario con la estatuilla del halcón, los siseos mortales de Joel Cairo, la respiración dificultosa del gordo Gutman, las piernas largas de Brigid O'Shaughnessy (o de Mary Astor, para darle su crédito), y todo aquel montón de cigarrillos y el humo de esos cigarrillos. Es insuperable, de verdad. Al final de esa sesión, Barreto nos dijo que la próxima obra maestra iba a ser Psicosis. Yo no la había visto (a esa edad había muchas cosas que no había visto), pero tratándose del maestro Hichtcock seguro sería otra película que iba a poder disfrutar sin bostezos (ojo: las otras también me gustaban, pero igual me producían casmodias).

Y bueno, ya te imaginarás. Justamente el día en que fuimos a ver Psicosis en aquel pequeño salón de la Secretaría de Letras, se apareció Techo de vinilo y, para colmo, el muy condenado se sentó justo a mi lado, casi rodilla con rodilla. Ahí estaba, serenote, con las piernas muy juntas y las manos sobre los muslos. Callado, calladito. Y yo, de lo más cobarde, ni siquiera me atreví a cambiarme de puesto. Apenas me alcanzó el alma para apretar las piernas una contra la otra, poner las manos sobre los muslos y cerrar el pico, con la mirada fija en el televisor. Sí, por lo que notarás, me había convertido en el espejo de Techo de vinilo, el mismísimo objeto de mis terrores.

Entonces el poeta Barreto hizo lo que lógicamente hacía en todas las sesiones: Apagó la luz con el fin de poder disfrutar mejor la película.

Ya eran como las seis de la tarde dentro de aquel saloncito encerrado que no era precisamente un portento de luz natural; así que me encontré sumergido en la oscuridad y al lado de Techo de vinilo.

Ahora, el hecho inevitable de estar sentado allí a punto de ver Psicosis junto a aquel pedazo de loco, me hizo hacerme una buena cantidad de preguntas: ¿Era sano para Techo de vinilo ver una película protagonizada por otro loco que andaba con un cuchillo enorme para arriba y para abajo? ¿No provocaría alguna reacción en él aquella historia de asesinatos? ¿Tendría nuestro hombre algún cuchillo bajo la manga? ¿No debía Barreto, por el bien de todos, ordenarle que se saliera? ¿Acaso debía yo pararme y proponérselo al profesor? Y finalmente, ¿por qué toda esta vaina tenía que pasarme a mí, coño, justamente a mí? Sin duda, yo era un imán para los locos. Todavía lo soy, pero como salgo menos, pues menos locos me encuentro. Aunque, para serles sincero, la gente cada día está más loca. ¿Será culpa del tráfico? ¿O de nuestros políticos? ¿O del efecto invernadero? Bueno, esto es otro tema. El asunto es que yo terminé sentado junto a Techo de vinilo viendo a Anthony Perkins asomado por un huequito y echándose un pajazo (sugerido) mientras se morboseaba a Janet Leigh pasándose la pastilla de jabón por el cuerpo. Yo pensé, más que pensar, temí que en la oscuridad Techo de vinilo se estuviera agarrando la paloma, sobándosela por encima del pantalón, arrobado con Janet Leigh tanto como el idiota peligroso de Norman Bates. Si yo llegaba a escuchar el sonido del cierre, o si lo veía sacudirse como quien se tira un pajazo, ya vería, ya vería ese loco cochino de mierda. Pero la escena pasó, y por lo que pude ver de reojo, Techo de vinilo seguía inmóvil a mi lado, con las piernas muy juntas y las manos sobre los muslos.

Luego vino una parte escalofriante: alguien empezó a caerle a cuchilladas a Janet Leigh mientras ella se bañaba. En el momento en que el cuchillo bajaba y subía llevado por los geniales acordes de unos violines delirantes, yo me dije: “Aquí me jodí, ahora sí que Techo de vinilo se va parar pegando gritos como si lo hubieran insultado, y con sus manos sobre mi cuello, va apretar y apretar y después va sacar su cuchillo y a clavármelo en la frente y listo, chao yo, chao mundo inmundo.” Nada de eso pasó, y éste que cuenta no es el artilugio de un narrador muerto, como suele ocurrir con muchos cuentos malos (aunque este puede ser más malo que cualquiera de esos).

Total que ahí estaba la sangre de la Leigh, dando vueltas sobre el desagüe en esa toma inolvidable (una de las pocas que guardo para mí). En mi mente aquella sangre negra (pues la película es en blanco y negro) se iba espesando sobre la rendija circular. Se espesó de tal manera que finalmente terminó convertida en un círculo de betún sobre la cabeza de Techo de vinilo, que entonces giró, se volvió hacia mí y me vio con sus ojos brotados, reventándose de la risa. Y cuando digo que se reventaba, se reventaba de verdad, porque luego esa cara se partió en mil pedazos y sus fragmentos sanguinolentos cayeron sobre mí, sobre este personaje yerto, pálido y capturado en la foto del oprobio con la cara de susto y de asco más vergonzosa que jamás nadie haya visto.

Que el maestro Hitchcock me perdone, pero no pude concentrarme el resto de la película. No pude, en serio. Yo no sabía hacer otra cosa que estar pendiente de Techo de vinilo. Vigilaba sus movimientos más insignificantes, alguna pista de su locura a punto de estallar. Le veía las manos, los dedos, estaba atento si acaso llegaba a crisparlos, así fuese ligeramente. También estuve pendiente de su respiración, de su pecho, de su boca. Buscaba pillarle un suspiro, o quizás un gruñido de reproche. Observarlo, no quitarle el ojo de encima, se me antojó una cuestión de vida o de muerte.

Y así, la película llegó a su final y Barreto volvió a traer la luz a la sala. Tardé poco en acostumbrarme a los colores, y ahí mismo vi a Techo de vinilo pasándose las manos sobre los muslos, como quien desentumece tanto las piernas como las manos. Acto seguido, me habló. Con voz de alquitrán, pero al mismo tiempo baja y educada, Techo de vinilo me dijo:

—No me gustó.

Sí, con sus ojos muy abiertotes de hombre ofuscado ante la estulticia del mundo, había dicho “no me gusto”, y luego había desviado la mirada y se había puesto de pie.

“No me gusto”.

¡Coño de su madre!

Por su culpa, yo no había podido concentrarme en ver aquella obra maestra de Hitchcock, y él acababa de concluir que no le había gustado. ¡Ese carajo de verdad estaba loco! ¿Cómo no le había gustado una película de Hitchcock? Yo sólo había visto Vértigo y La ventana indiscreta, y me habían parecido fantásticas. Hitchcock era un genio que había sabido unir en sus películas (o en esas dos por lo menos) las profundas significaciones del arte con el entretenimiento de la más alta calidad (¿viste, que uno piensa y dice vainas locas en la Universidad?). En definitiva, a las gentes que no les gustaban las películas del gordito genial estaban realmente chifladas y no merecían cura ni milagros ni mucho menos la piedad de nadie. Ni lo merecían, ni lo merecen, debo aclarar.

En aquella época yo no era —ahora sí un poco más— hombre de hablar sandeces sin fundamento. A lo mejor podía haberle dicho: “Todas las películas del gordito son buenas”. Pero me hubiera traicionado a mí mismo y se me hubiera notado la falla. Además, no valía la pena discutir con ese trocho de loco. Así que nada dije y Techo de vinilo, sin mayor protocolo, empezó a pedir permiso a los otros sin esperar que se lo dieran y pasó entre ellos malamente, apresurado, como si tuviera que ir a ver una película que sí le gustara, alguna vaina lenta y aburrida de Resnais, Hiroshima mon amour o algo por el estilo.

Total que nunca he podido ver Psicosis. Porque déjame decirte que yo, a partir de aquel incidente, me vi todas las películas de Hitchcock, toditas… Pero Psicosis, esa no me he atrevido a verla aún. Malditos locos de este mundo, no joda.



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La Pelona After Party

Enrique Enriquez




Hace un par de noches Vanessa y yo vimos The Diving Bell and the Butterfly, la más reciente película del gordo Julian's Schnabel.

The Diving Bell and the Butterfly es una película tan hermosa como dura de ver. Recuenta la historia de Jean-Dominique Bauby, un tipo exitoso, amante de todo lo que hay amable en esta vida y jefe de redacción de la versión francesa de Elle magazine, quien en la plenitud de su gozadera, divorciado, con una ex-esposa bella, una novia hermosa y dos hijos sabrosos, sufre un derrame cerebral y cae en coma, para despertar a las tres semanas y encontrarse que su cuerpo está completamente paralizado, pero su consciencia no.

Capaz únicamente de mover su párpado izquierdo, Bauby se las ingenia para dictar/parpadear un libro que da el título a la película: "The Diving Bell and the Butterfly", y da cuenta del sentir de este hombre atrapado dentro de lo que él bautiza como su escafandra.

Jean-Dominique Bauby murió a los pocos días de publicar su libro.

De vez en cuando hay películas que cruzan hacia dentro las fronteras del arte y se convierten en objetos penso-penetrantes, generadores de precipicios espirituales. La escafandra y la mariposa son dos metáforas potentes para hablar de la relación cuerpo-mente. Metáforas de una belleza delirante, considerando que fueron creadas por un hombre que se encontró de pronto en medio de una experiencia impensable. La película, filmada casi toda de modo que vemos la historia desde el ojo izquierdo de su protagonista, es claustrofóbicamente bella. Mirarla es como atreverse a agradecerle a quien te sofoca con una almohada que haya escogido para ella un forro delicado.

En estos días me debato respecto a si debo leer el libro o no. Por un lado, siento que le debo eso a Jean-Dominique Bauby. Si un hombre atrapado en su propio cuerpo se empecina en compartir su mente a pestañazos, debemos honrar su gesto y prestarle atención. El miedo es un lenguaje universal. Pero no estoy seguro de si quiero lidiar con esos sentimientos y esas imágenes en este momento de mi vida, con un nuevo bebé tocando las puertas del mundo. Schnabel dice que él hizo esta película para exorcisar su miedo a la muerte. Mucha gente describe The Diving Bell and the Butterfly como "una película esperanzadora" y para mi la película no fue una inyección de esperanza. Verla me hizo prestar aún más atención a la realidad y sus momentos porque me recordó el miedo a la muerte, o más precisamente, el miedo al infortunio.

Memento mori.

Si colocamos en línea recta los 22 arcanos mayores del tarot de Marsella, vemos que la carta número trece, La Muerte, corta la progresión en el punto que corresponde a su sección áurea. Memento mori.

Alguien dijo alguna vez que Schnabel era el Stallone de la pintura y tiene razón. La obesidad es el principal atributo de sus pinturas enormes, hechas a rialazo limpio. Me gusta más Schnabel como cineasta que como pintor. Últimamente también me he fascinado un poco con la calavera de diamantes que es creación de otro gordo: Damien Hirst. En uno de los tantos bocetos que Hirst hizo para la calavera hay una frase poderosa: "I once was/as you are/You will be/as I am". La calavera de diamantes es un memento mori intencional y oximorónico, y me pregunto si hay una conexión. Me pregunto por qué dos de los artistas más exitosos en esta época inflada con esteroides, dos artistas que han amasado fortunas absurdas y que para estar a tono con sus tiempos llaman más la atención por sus caprichos y desplantes que por su trabajo, se han ocupado de crear en su obra un espacio para hablar de la inmanencia de la muerte. Me pregunto si cada quien debe seguir el ejemplo y crearse un memento mori del tamaño de su bolsillo, o de su ego (difícil distinción en estos días en que el bolsillo es el ego de la gente). Me pregunto cuántas veces a lo largo de la vida necesitamos el recordatorio, y por qué, o por qué no.

Me pregunto, si yo me hiciese un memento mori, qué o cómo sería.

Si lo pienso bien, no tengo un especial miedo a la muerte. Morirse es quedarse dormido, y ya. No diré que vivo cada día como si fuese el último -quien diga eso no sabe lo que está diciendo- pero guardo poco para mañana. No creo en el cielo, ni en el infierno, y la reencarnación me parece de mal gusto. Sin embargo, no creo que la muerte sea fría, porque descomponerse genera calor. Un flash en cámara lenta que dura hasta que llega al hueso. Fue la paternidad la que me abrió una consciencia del infortunio. No me preocupa tanto morirme como no alcanzar a honrar el pacto que tengo con mis hijos de llevarlos con bien hasta la línea de largada. Mis hijos me enseñaron también el mejor credo: "agáchate y recoge lo que está roto". Seguirlo al pie de la letra no deja tiempo para dudas, ni para religiones. Para mí, la paternidad siempre ha sido una herida abierta al mundo. Joseph Beuys empezaba muchas de sus charlas diciendo: "muestra tu herida".

También dijo "si te cortas, venda al cuchillo". Ambas cosas suenan razonables. Quizás por eso les estoy contando sobre The Diving bell and the Butterfly, y no sobre Ironman.

Abrazos,


Enrique Enriquez



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REDRUM

Carlos Zerpa



Stephen King crea la palabra “Redrum” en su novela El Resplandor escrita en 1977, y aparece notoriamente resaltada en la adaptación al cine de Stanley Kubrick en el año 1980.

El Resplandor va mucho más allá de ser que una película de miedo. El protagonista es Jack Torrance (Jack Nicholson), un escritor que acepta un trabajo como conserje en un hotel de montaña en donde tiene que irse a vivir con su familia durante todo el invierno y donde estarán completamente solos y aislados… Digamos que se trata de una situación ideal para ponerse a escribir.

Jack, quizás poseído por una posible esquizofrenia o de un deterioro mental progresivo, ya no puede distinguir qué es real y qué no, qué ve y qué imagina, qué es verdadero y qué es falso… Vive un verdadero bloqueo literario y no consigue llevar adelante la novela que pretende escribir. Se abraza con una bella huésped fantasma que termina siendo un putrefacto cadáver, escucha consejos al tomar Burbon en el bar del hotel mientras habla en la barra con un bartender fantasma… Tiene visiones…

En ese hotel han ocurrido muchas cosas fuertes en el pasado, que han dejado sus huellas y rastros sobrenaturales muy marcados. Una de las más terribles fue que el anterior conserje del hotel mató a sus dos hijas gemelas y a su mujer durante su estancia en dicho hotel.

Clave en este film es el hijo de Jack, un niño de 7 años llamado Danny Torrance, quien tiene un don llamado "el resplandor", gracias al cual puede ver ciertos hechos del pasado y del futuro. Sus poderes extra-sensoriales se manifiestan por medio de su amigo imaginario Tony, el cual vive dentro de su boca. Este amigo le previene de todo lo que le va a pasar y toma vida cuando Danny cae en trance.

En esos tediosos días, cuando Danny se pasea con su triciclo por los vacíos pasillos del hotel, ve a las niñas gemelas asesinadas, y también como todo un pasillo se inunda con un caudaloso río de sangre… Ha tenido visiones de verdadero susto.

Una noche, Tony habla desde adentro de Danny Torrance, con voz rota, ronca, extraña y en un tono constante repite una y otra vez el nombre de la habitación de la que Danny debía haberse mantenido alejado. Pero en la cual el niño por curiosidad ha entrado… REDRUM, REDRUM, REDRUM. Por eso Tony ha salido con tanta fuerza. Tony domina a Danny por completo, está poseído por esa energía que lo hace convertirse en otro ser. Su madre, Wendy Torrance, duerme sin darse cuenta de lo que está sucediendo y Jack su padre, poseído, con un hacha afilada ha tomado la decisión de ir a buscarlo para matarlo.

Danny toma en una de sus manos el cuchillo que hay en la mesita de noche al lado de la cama y pasa su pulgar por la hoja afilada. Da media vuelta y con el cuchillo todavía empuñado en su mano izquierda, coge el lápiz de labios de su madre, se dirige hacia la puerta que da al baño y empieza a escribir con el lápiz de labios en letras grandes y rojas: REDRUM.

Los gritos, REDRUM, REDRUM, REDRUM, repetidos en alta voz por Danny/Tony, despiertan a su madre que, aterrada, se da cuenta que su hijo está en estado de shock. Va hacia él y lo abraza con fuerza, luego voltea y, llena de pánico, ve que el espejo de la cómoda revela el misterio del cuarto rojo, al invertir la palabra escrita por Danny: REDRUM, al leerse reflejada en el espejo, puede leerse como “MURDER”.

¿Cruzaron ellos la barrera de lo posible? ¿Entraron a un universo paralelo?

REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM, REDRUM.




La palabra REDRUM se ha convertido en un “Término de CULTO” y encontramos su referencia en otras manifestaciones del arte y la vida.

“Redrum” es el nombre de un grupo de rock japonés.

La palabra “Redrum” es deletreada por Maggie Simpson, en uno de los episodios de Los Simpson.

“Redrum” es un monstruo en el juego para PlayStation Xenogears.

El nombre “Redrum” lo usó ReBirth, un software de música (quizás por la referencia a “re-drum” (redoble).

“Redrum” es el nombre de uno de los capítulos de la serie de TV Expedientes X.

“Redrum” es usado así mismo por el video juego La colina silenciosa, en una calle, escrita en una puerta de garaje.

En la primera película Toy Story “Redrum” es dicho por una araña que asusta a Sid.

Dick Tracy, el bandido en The Blank es llamado Redrum.

“Redrum” es un tarck secreto en el segundo LP de Alice in Chains, la canción es también conocida como "Iron Gland".

En el juego de lucha en 3D Last Bronx, una pandilla se llama “Redrum”.

“Redrum” es una marca de ron comercializado en una botella roja.

La frase ¡Redrum! ¡Redrum! puede ser oída en el comienzo de la canción Red de la banda de punk Ninety Pound Wuss.


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Este hombre sí es de hierro

José Javier Rojas




I

Todos necesitamos héroes. La gesta épica es parte de la formación de todas las naciones, en general, y de cada individuo, en particular. Los héroes son el modelo aspiracional, el deber ser, el referente moral, el norte y los hitos en el camino para alcanzarlo. En la historia, la mitología, la ficción o en el santoral, el panteón de nuestros héroes modela la clase de personas que somos y la clase de personas que queremos y quizás alcancemos ser.

Tony Stark es mi clase de héroe. Es una mezcla de Steve Jobs, con Mikhail Kalashnikov, Albert Speer, San Agustín de Hipona, San Jorge y Siddhartha. No tiene los fantasmas ni las taras emocionales de Batman, pero sí su chequera y todos sus juguetes de tecnología de punta. Tenemos en Stark a un plutócrata con corazón, pero con cojones, nada de hipócritas pusilánimes con lentes y abrigos de lana a lo Bill Gates, el Tercero (por cierto, aprovecho para escupir públicamente sobre Windows Vista, puaj, puaj, puaj. Hasta la vista, Vista, si te he visto no te conozco, ni me interesa jamás conocerte).

Debajo de esa armadura, Stark acusa los golpes como yo. Como yo, Stark requiere de fuentes externas de energía, nunca se basta con la propia y está siempre a punto de quedarse sin pilas, agotado, sobre exigido y exangüe ante un desafío que supera siempre sus fuerzas físicas. Yo me bandeo con ging seng. Stark tiene un reactor nuclear de bolsillo. Pero al final, tanto Tony, como usted y como yo (y bueno, como el Hombre Araña y otras franquicias de Marvel) tenemos que recurrir al ingenio y meterle coco al asunto para resolver el entuerto y darle matarile al malo de la película. Solo Hulk es un héroe que lo es cuando se pone bruto (y que conste, tiene por lo menos tres doctorados).



II

Robert Downey Jr. es el actor mejor dotado (ejem) de su generación. Dicho así a la ligera suena a cualquier cosa, pero cuando decimos que en esa misma generación está acompañado de nada menos que Johnny Depp, Brendan Fraser, Brad Pitt, Edward Norton y Will Smith, tal afirmación luce un tanto temeraria. Este grupo lo es porque tienen todos sus miembros (ejem) una característica común que los separa del lote de los grandes intérpretes que hoy, quién lo diría en los tiempos de total estupidez consolidada, globalizada y militante, disfrutamos los agradecidos espectadores de la gran pantalla. Esta característica es que el rango, la versatilidad y la credibilidad de estos artistas los hace desempeñarse con total solvencia en toda clase de géneros fílmicos y a través de todos los registros.

No importa si es comedia, romance, acción, aventuras, drama de época, suspenso, infantil, animada, sátira política, denuncia social o cine de autor o la tarea que ponga usted por delante de estos animales, ellos ararán el prado, sembrarán las semillas, irrigarán y cosecharán. Porque vaya que si cosechan. Son, huelga decirlo, nombres con peso específico en la recaudación de taquilla. Las mujeres los aman con frenesí y los hombres celebramos que así sea con resignación pero sin atisbo de rencor. Todos pagamos buen dinero por verlos una y otra vez. Sobre ellos reina, luego de bajar y subir de vuelta de su muy privado pero publicitado infierno personal, Downey.

Verlo este verano en Iron Man al lado de ese otro gigante, en este caso, el actor más subestimado y dejado de lado de su generación, Jeff Bridges, es la confirmación de tener frente a uno a un genio que se da cada edad geológica. En esta atípica película antibélica cuyo héroe no podía ser otro que un empresario multimillonario gracias al desarrollo y venta de armas urbi et orbi, Downey nos regala al mismísimo Chaplin (por cuya interpretación suya previa en el filme de Attenborough se ganara un Oscar) ahora revisado, editado y ampliado para nuestro disfrute.

Honrando su deuda con la justicia poética, el actor nos paga con intereses al demostrarnos una solvencia, una profundidad tal y un alcance en cada gesto, en cada guiño siquiera, que nos hace entender que apenas era un atisbo de su arte lo que nos mostró entonces en aquella actuación laureada. Tal es la tragedia del éxito comercial y la mala conciencia abotagada por los lugares comunes de los biopics que siempre acaparan los premios por mejor actuación (cierto es que el Jack Sparrow de Depp nos hizo pensar que había algo distinto que telarañas en aquellas mentes, pero esa nominación fue una alegría de tísico).



III

Francis Ford Coppola, el monstruo que nos legó el magnus opus El Padrino y encima de ñapa Apocalipsis Ahora, dijo de ésta última que no era una película sobre la guerra de Vietnam, sino que era la mismísima guerra de Vietnam. Para entenderlo, ayuda ver el documental sobre la accidentada realización de la película, adecuadamente titulado casi como el libro que la inspiró: Corazones de las Tinieblas.

La historia se da primero como un drama y luego se repite como comedia. Presumo que inspirado en esta máxima Ben Stiller se confabula con Ethan Cohen y un elenco de todos estrellas en el que destaca Downey Jr. para traernos Tropic Thunder, desde ya envuelta en agria polémica y casi en el escándalo porque Downey, en estos tiempos de almidonada corrección política y crispación racial en franca escalada, hace de un actor blanco que interpreta a un personaje negro en una película acerca de una película. Cine dentro del cine en un juego de espejos que nos pone delante nuestras propias falencias para reírnos de nosotros mismos, los personajes más trágicamente cómicos y ridículos, algunos cables noticiosos reseñaban el desagrado de actores negros del sindicato con poco sentido del humor y nada dados a la sátira racial, para ellos racista (aprovecho para manifestar mi entera simpatía por la candidatura de Barack Obama y mi total desagrado por la del Hombre con Nombre de Torta de Caja).

Programada para agosto en los Estados Unidos, ojalá el estreno en estas latitudes de Tropic Thunder llegue más pronto que tarde auspiciado por el resonante éxito comercial de Iron Man. Haremos la cola frente a la taquilla en el fin de semana del estreno, eso es seguro.

¿Quieres ser Tim Burton?

Juan Zamora



¿Quién, en toda su exacerbante y enojosa vida, no ha deseado endiabladamente ser otra persona? Ese es un pensamiento recurrente que se mueve como pelota de ping-pong entre mis dos únicas neuronas cada vez que asisto al cine para ver una película.

Ver una película es una experiencia religiosa –como dice la canción. Uno muere por espacio de noventa o un poco más de ciento veinte minutos y reencarna en alguno de los personajes del film –al menos durante ese intervalo. Eso es así pero, qué tal si en lugar de un personaje, se decidiera uno por ser el director de la película. Eso daría más poder de acción, diría yo. El poder de influir en la trama y hasta en el desenlace mismo o, tal vez simplemente estar en la cabeza del director y saber de dónde diantres saca semejantes ideas.

Se me ocurre que ya no quiero ser más el “Muchacho Bueno”, ni el “Malo Malazo”, ni el “Galán del Verano” (mucho menos el “de Otoño”). No, ahora quiero ser, “El Director”. Quiero estar en el set de filmación y gritar “¡CORTEN!”.

Ahora veamos, de tantos, quién pudiera ser el elegido… ¡Ey!, esperen un segundo, creo que los restos del pollo que acabo de almorzar se están moviendo. Sí, parece increíble pero, se está rejuntando y armando nuevamente la osamenta del difunto galliforme. Ahora se encuentra parado frente a mí, y creo que trata de decirme algo.

-¿Qué?, habla un poco más fuerte por favor.

-Buu… Bububu… Bububurrrrrrtooonnnnnn…

No sé de qué me habla. No le entiendo. Aunque… ¡Epa!, me parece que quiso decir, “BURTON”. Pero claro, Tim Burton, el director. Qué otra cosa hubiese podido sugerir el cadáver de un pollo. Y si lo que busco es tratar de desentrañar los intríngulis que se suscitan en la loca cabeza de un Director de Cine, además de intentar ser yo, “El Director”, quién mejor que el gran Tim Burton.

Bueno, ya he seleccionado a la, ¿víctima? Ahora tengo que salir en búsqueda de una oficina en donde estén necesitando un archivador. Solicito el empleo, me contratan, empiezo a trabajar, localizo una extraña compuerta que me lleve directamente a la cabeza de Tim Burton y, ¡voilá!

Ya me veo entrando a un restaurante y todos mirándome con admiración y saludando. El Maître me recibe y dice:

-¿Burton?

-Burton

-¿Burton, Burton?

-Burton, Burton

-¿Burton? ¿Burton? ¿Burton?

-Burton, Burton, Burton

-¡BURTON! ¡BURTON!

Pero, y ahora qué demonios quiere éste, pollo…

-Maaaa… Mamaaaaa… Mamamaaaaa…

-Cuidado con lo que intentas decir, pollo loco.

-Maaaa… Mamaaa… Maaalkooovich…

-¿Malkovich, Malkovich?

-Maaalkooovich, Maaalkooovich

-¿Te refieres a, John Malkovich? No, lo siento, ya escogí a Tim Burton.

-Aaaaaaaggggggggg…

¡Uy!, se desarmó… En fin, de verdad que me gustaría muchísimo estar en la cabeza de Tim Burton. Ser Tim Burton. Observar en primera fila ese volcán en erupción que debe ser su cerebro generando ideas, creando, fantaseando. Sí, algunas de sus películas no han sido ideas originales sino, adaptaciones pero, en la producción y dirección, su cabeza ha jugado un papel estelar.

Volviendo a lo de su cabeza, una vez que esté adentro, imagino que voy a encontrar algo así como la fábrica de chocolates de Willy Wonka, con Umpa Lumpas y todo. En esa fábrica debe tener trabajando también a muchos espantapájaros, perros muertos, serpientes, calabazas con patas y fantasmas; todo enmarcado en un ambiente muy gótico y a rayas.

Creo que va a ser muy divertido, es más, tengo algunas ideas para desarrollar cuando por fin sea Tim Burton ¿Qué opinan de un tipo que se la pasa contando historias fantásticas, y cuando se encuentra con su hijo, resulta que éste último está muerto y se lo lleva a su mundo, sólo para demostrarle que es mucho más fantástico todavía que sus historias? ¿Sorprendidos? ¿Qué les parece una película acerca de un jinete sin caballo? Bueno, en realidad, al final se descubre que si tiene caballo, sólo que éste es un fantasma.

¿Y un espectro con chaqueta a cuadros que en lugar de manos tiene, navajas y, se mete a barbero para cortarles las orejas a sus clientes y hacer chicharrón? Buen tema, ¿verdad? En vez del Planeta de los Simios, ¿cómo les suena, El Planeta de los Lémures? Y hay más, señoras y señores, mucho más. Piensen en un osito de peluche al que le aplican electricidad y cobra vida, “Frankenweenie The Pooh” pudiera ser su nombre. “Batman Reloaded”, el encapotado adquiere los poderes de Blade, ese es mi concepto de un murciélago recargado; pero mejor me detengo acá, no vaya a ser que alguien termine robándose mis ideas.

Ser otro y aprovechar para aprender y hacer lo que uno quiere, simplemente genial. ¿Alguien más quiere ser Tim Burton? Pues, olvídenlo, ya está ocupado, búsquense a otro…


Cinépata: glu-glú, pata-pá

Javier Miranda-Luque






Me llamo Travolta Garcés. Febrilmente, fui concebido un sábado por la noche en el autocine Los Chaguaramos. Sobre el asiento trasero de un Dodge Charger RT, forrado en semicuero polivinílico. Mientras Olivia Newton-John (quien no es nieta de Isaac Newton y ni siquiera le gustan las manzanas) canturreaba alguna balada bobalicona y envaselinada como el copete del doctor Caldera. Mi psicoanalista me reitera cansinamente que de allí se desprenden mis politraumatismos mentales que somatizo cual perro pavliano enjaulado en los fotogramas de un film “gore” de ciencia-ficción. Vomito ante el olor inextinguible de las cotufas. Soy incapaz de apoyar mis posaderas sobre el asiento trasero de ningún automóvil. Me asfixian las burbujas sucesivas y detonantes de la cocacola, pepsicola, frescolita, fantanaranja, grapette, sevenup, chinotto, colitasifón, maltacaracas y Miriam Makeba jingleando su patapatacaracasgluglú. Detesto los noticieros cinematográficos de Bolívar Films y Tiuna Films. Ya habrán podido deducir ustedes que jamás he logrado pisar el interior de ninguna sala de cine ni he podido superar el estado de pánico angustioso que me produce comprobar que están pasando alguna película por televisión. De hecho, yo odio las pantallas de cine, televisión y hasta las de las computadoras. Con decirles que soy incapaz de “asomarme” sin sentir vértigo a la pantalla de mi propio teléfono celular. Pero he decidido ponerle remedio a esta locura de insania mía, a esta patética y esperpéntica fobia indiscretamente patológica que me azota con sus devaneos de séptimo batallón de caballería sin arte alguno. A partir de mañana mismo me voy a dedicar en cuerpo y alma, en pleno uso de mi obsesión y compulsión, a explosionar cuanta sala fílmica se atraviese en mi destino. Revisando la cartelera cinematográfica, en verdad les digo que se me antoja comenzar por las del Sambil y de allí pasar a las del San Ignacio. Deliro anticipándome al fuego fatuo que producirá el celuloide ardiendo y los espectadores falleciendo encantados por tanto “hiper-realismo” de los efectos especiales: tanto humo, tanta candela, tanto calor sofocante, tanto alarido impetuoso, tanto fragor, tanto correcorre hípico de 5y6 dominical, tanta sirena, tanta luz de emergencia prendida, tanta alarma desatada, tanto personaje de ficción desvaneciéndose por ¿fade, por black out?, tantos fragmentos de vidrio alojados en los rostros ensangrentados, tanta pupila caducada en eyaculación precoz de lágrimas, humor vítreo y acuoso, tanta deflagración de pop corn, tanta hemorragia de nestea light, tanto maní salado obstruyendo las laringes inflamadas. Hasta pienso aportar una pizca de creatividad asertiva y proactiva portando mi propio “soundtrack”, mi propia banda sonora portátil: nada mejor que el apocalíptico Jim Morrison cantando “this is the end, my friend”. THE END.



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Cine, Héroes y Perros

Joaquín Ortega




No hay cine sin héroes. Y el que piense lo contrario sólo muestra que su corazón está habitado de aburrimiento. No existe un acto de bondad ilimitada o de venganza profunda que no se rinda ante la majestuosidad de una pantalla de cine -o de un home theater-. Monstruos y villanos, rebeldes y ejércitos imperiales, cuchillos pasionales y asesinatos gratuitos son los cuadros recurrentes de la galería que puebla esa sombra al acecho que es el alma proyectada.

La diosa Némesis y el Jehová del salmo 24 comparten el mismo espíritu que el barril de amontillado de Poe –seamos honestos, los estúpidos y los mal parados se merecen la muerte que se procuran. Todo Western, toda calle oscura… cada campo de batalla o cuarto a prueba de ruidos, así como cientos de playas desoladas y azoteas derretidas no serían nada si el mal no se enfrentara al bien. El cine como la última frontera de la fantasía consagra nuevos espacios para los héroes cotidianos, mal llamados anónimos: las madres, los adolescentes nerd, los minusválidos, los asistentes de limpieza, los animales. El terror se vale de los inútiles para darles un nuevo merecido, o simplemente convertirlos en la ayuda al final del túnel de las muertes coreografiadas.

¿Quien no tiene un héroe preferido? En la sala se ven mejor o más grandes los nacidos en la literatura o el cómic. Beowulf versus Grendel, Batman contra el Joker, Hulk contra el mundo. Cada quien mata a su bestia con la pócima que le convenga, igualmente saldrán de la ballena que lo ha tragado de la mejor manera. Falta mucho por ver y por delirar: yo quisiera ver en Imax a Hop Frog encendiendo el aire de una fiesta suntuosa, hasta animarla en un carnaval de azufre. Codicio ver la caja de Pandora abriéndose frente a los ojos de los niños de hoy, más temerosos a la amenaza de un “no día de escuela” que al espíritu del mal que tiñe el cielo de sus calles. Ansío ver la empujadera de una guerra por brujería en un desierto cundido de jirajaras del siglo XIII. Espero en vida y en 3D por la expulsión de la invasión extranjera y la factura hasta los tuétanos posterior al destronamiento. Persigo tantas cantidades de justicia desde otra visual que ya no me queda paciencia para escuchar el grito del final de los tiempos.

Tal vez por eso –y por quien sabe cuántas cosas más que nunca entenderé en vida-, el otro día mientras lloraba por uno de los perros familiares más queridos –lloré como tenía tiempo sin hacerlo, eso sí, como lo hacemos los hombres: escondidos- quise ver a este animal vestido más allá de Cujo, y me apremió ver la vida en Ítaca narrada por los ojos del perro de Ulises. Me habría gustado saber si extrañaba a su dueño, si odiaba a los pretendientes, si se echaba a dormir sobre el casco de Atenea. Asimismo, me habría gustado conocer la perspectiva de un perro vigía viendo hundirse a su ciudad bajo el fuego de una razzia enemiga.

Así que luego de un rato, viendo al infinito, deseé que se levantara un cachorro como una montaña, para que jugara con nuestro mundo, y que en su retozo dulce de rascado de encías nos sacara para siempre de esta vida de inútiles y desentendidos, de mocosos asesinos de Dios, que por ser sicarios de baja autoestima, también dejamos de creer -hace mucho- también en nosotros mismos. Tal vez, sea por eso que hoy no nos importan los héroes, porque no hay cabida tampoco para los otros nombres de la gloria: hogar, familia, fuego, viaje, regreso y herencia.

Para ese perro alzadito y jodedor los versos que corrieron para él en sueños:



Can Havilah

“Mi perro aúlla entre las estrellas
Corretea a los bastardos canes-lobo
Simientes de Deimos y Fobos
Un día suelto
Devoró las patas de los osos de fuego congelado
Otro
Cruzó a un pájaro de azufre hasta su palo
Y le tatuaron la paz sobre la panza
Mi perro
Huele la sangre de las valkirias en su mes
Y se vuelve Íncubo en sus flojos regazos
Mi perro lleva la medalla bruñida
De San Benito alrededor del cuello
Porque
Mi perro caza vampiros
Y abre candados para que los aprendices
Hagan fiesta
Su mirada es jauría
Perro, mi perro
Cava hoyos en los cementerios ocultos
Si alguien pretende despertarme
Primero lo encuentran a él
Y dibuja signos sobre los árboles que mascan sus encías
Entiende latín
Y maldice a los fenicios que se hundieron con sus primeros amos
A mi perro le salen alas en la noche
Muerde trozos de lunas apartadas
Sube montes en dos patas
Persiguiendo las calaveras de brujos muertos
Que con cumbres orina
Desentierra biblias cosidas a manos campesinas
Y garras de dragones
Que babea y escarcha entre su hocico
Mi perro seca mares de truenos
Y viola tesoros vírgenes
Y vuelve a alzar la pata
En tenidas eternas
Sobre las más altas ceibas grises
Mi perro es prócer y le silbo
Él sabe que soy su amo
Y que lo sueño
Y que lo espulgo
Y que come de mi mano”


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800 palabras

Mario Morenza


Alex de La Iglesia, director de 800 balas

Aquel martes 19 de octubre, mi indumentaria estaba prevenida para resistir un aire acondicionado de kilovatios intimidatorios. Pasar de la azarosa temperatura de los recovecos de la UCV, a la glacial de la Sala de Conciertos, originó un brusco desnivel meteorológico que, a su vez, me entumeció la nariz por veinticuatro horas, el tiempo crucial que define una gripe de un leve resfriado.

Ese martes multiclimático vi la película que más he esperado –poco más de dos años–: 800 balas, de Alex de la Iglesia. El domingo anterior, ojeando el periódico, me topé con un cartel que publicitaba el VIII Festival de cine español. La primera película de la lista era 800 balas. Inmediatamente la comisura de mis labios se replegó, exhibiendo una sonrisa de satisfacción e ironía. Hoy, domingo 23 de octubre, volví a ojear el periódico. Además de tropezarme con el mismo cartel, encontré una reseña sobre 800 balas y recordé aquel martes en que la vi, como si la hoja tuviera alguna cualidad nemotécnica. Llegué a eso de las tres de la tarde a la Sala de Conciertos de la UCV, a una hora de la función. Compré el boleto a 500 bolos con el carné estudiantil: signo inequívoco del aprovechamiento óptimo de mis recursos. Luego me fui a dar vueltas por la UCV para hacer tiempo, y a ver si me topaba con gente conocida.

Desde el balcón del segundo piso de la Biblioteca Central se dejan ver las misteriosas siluetas de la Escuela de Letras, del Aula Magna y el reverso, la espalda, de la concha acústica de la Sala de Conciertos. A ese rincón fui a mirar el paisaje y a conversar mientras llegaba la hora de la película. Como todos los días a esa hora y desde esa perspectiva, pude observar el ir y venir de los estudiantes, de las guacamayas Ara Macao que van de un lado a otro. Van y vienen de una palmera a otra lanzando al aire breves chillidos, graznidos desagradables a los tímpanos de los que se acercan al balcón buscando la sosegada tranquilidad para leer y estudiar. Al rato, ya aburrido de mirar el paisaje, siluetas arquitectónicamente misteriosas y estudiantes con una tranquilidad frustrada, me puse a hablar con El conocido de la Escuela de Letras, la mejor forma de matar el tiempo desde ese lugar cuando uno no estudia ni lee.

Ahora, desde mi escritorio, cuento el tiempo con tazas de café, de igual manera que llevo la cuenta de los minutos que estuve conversando aquella tarde para tratar de matarlo. Desde mi escritorio, cuando es también de tarde, veo coincidir en aquella conversación la anécdota de comparar los Platillos Voladores de Calder del Aula Magna con las nubes que se apelotonaron en el cielo progresivamente. En ese momento, mi endeble memoria, frágil para recordar citas de escultores o cambiar su sentido, no atinó fielmente al enunciado que en la conversación quería yo agregar y agregué vagamente. Aprovecho, pues, la tranquilidad sosegada de estar en casa, libre de graznidos, para buscar en mi hemeroteca un folletín dedicado a los cincuenta años del Aula Magna. Entre las muchas cosas que se dicen, rescato lo expresado por Alexander Calder que yo quise decir y terminé diciendo con remota precisión: “Imponer la idea de construir e instalar los Platillos Voladores en el Aula Magna debió exigir gran valentía, lo que hice al proponerlos nada es comparado con tal coraje (...). Ninguno de mis móviles ha hallado un ambiente más extraordinario... o más grandioso. Es este el mejor monumento a mi arte”. Calder alzó nubes de concreto. Aún siguen allí, después de cincuenta años, intactas e imponentes. Sin embargo, es arduo encontrar personas que entren al Aula Magna y no reflexionen sobre las leyes de Newton.

Después de haber agregado mi recortada y tergiversada versión del comentario de Calder, El conocido de la Escuela de Letras, seguramente sin haber entendido nada de lo que dije, continuó con el hilo de la conversación: Asimismo haría tu director favorito, el tocayo de Calder. Él recibió la influencia de su padre artístico, Hitchcock, del mismo modo en que Calder se dejó influenciar por Miró o Arp. Así haría sus películas. Mira, el cartelón lo que dice, se escuchó, después de lo que dijo El conocido.





SE AGRADECE HACER
SILENCIO




Nos mandaron a callar con una sincronización que me pareció premeditada. “Yo no me aguanto ni diez minutos callado”, recuerdo haber dicho después del aspaviento de los buenos estudiantes perturbados por nuestra Beckettiana conversación. La emancipación de las mayorías me llevó a despedirme y dirigir mis pasos hacia la Sala de Conciertos. Faltaban unos quince minutos para 800 balas. Hace dos años, en esa misma Sala de conciertos –que esta vez volvería a sala de cine– vi La comunidad. Quedé deslumbrado. La película, como diría cualquier personaje de De la Iglesia, me pareció cojonuda. Al día siguiente, recuerdo, investigué en el Internet de la Biblioteca Central sobre el director de esa película. Para ese entonces, La comunidad llevaba dos años de filmada y se rodaba 800 balas.

Antes de entrar, atendí a lo que me indicaba la promotora cultural. La chica repitió una a una las prohibiciones como si se tratara de una nueva versión del Decálogo. “No ingerir alimentos ni bebidas. Apagar los teléfonos celulares. Y que disfruten de la función.” A juzgar por el tono de las dos primeras prohibiciones, tuve la sensación entrar a la sede del Opus Dei. La tercera me devolvió la tranquilidad, parcialmente perturbada.

Me senté en una butaca que me hizo sentir una isla. Luego llegaron algunos compañeros de El Pasillo, un porcentaje considerable de los que convoqué y promocioné ad honorem la película. Pasé a sentirme como una pequeña Sala de Conciertos al lado de una inmensa Aula Magna de estudiantes, lo contrario de los disciplinados alumnos que repasaban sus lecciones tan silenciosamente a pocos pasos de allí. La chica que tenía justo al frente, tenía la espalda invadida de pecas, parecía una obra abstracta la piel de su espalda, pero no de Calder ni de Arp, más bien semejaba un Pollock, una espalda o una pantalla de carne en la que posé mis ojos, sólo desviados en par de ocasiones:

La primera: para observar dos estructuras geométricas fijadas en ambas paredes y que parecían o trataban de ser obras de arte. Lo único cierto es que eran de madera y fueron diseñadas con un mal gusto incuestionable. La pantalla, la verdadera pantalla, me llamó la atención por los atributos que rastreé en ella: lo más cercano a una bandera orgullosa de un país reñido con los colores. La pantalla de carne llena de pecas me la guardaría para usarla como imagen en un cuento que estaba por escribir.

La segunda: para contestarle a Alexis Pablo (*) que yo tenía dos años, dos años esperando esta película, que lo único que había hecho era esperar y que por fin había llegado el momento. No entiendo por qué se tardan tanto, ya son las 4:15 p.m. Alexis dijo que me estuviera tranquilo. Yo le contesté que cómo iba a estar tranquilo, tú no sabes lo que es esperar, yo sí sé lo que significa esa palabra. Ya mi obsesión empezaba a parecerse a la de cualquier grotesco personaje de De la Iglesia. Pero tranquilízate, decía Alexis Pablo, tranquilízate.

Cuando se apagaron las luces –a las 4:30, puntualidad venezolana–, medí el frío ajustando los botones de mi chaqueta, mi nariz comenzaba a congestionarse al igual que la sala de cine. Aunque los asientos parecían sacados de Expo mueble ’64, disfruté la película. Aunque el sonido parecía captado por una antena A.M. disfruté la película. Después de un encabalgamiento de “aunques” pude disfrutar de mi escena favorita: la SECUENCIA.65.INTERIORES.MUSEO DEL OESTE.DÍA.

Ahora, hoy, cuando escribo y trato inútilmente de matar al tiempo, recortando la reseña de 800 balas para mi hemeroteca, se me antoja que La Sala de Conciertos es, para mí, como otro Museo, pero de recuerdos. Unos recuerdos que flotan inquebrantables como los Platillos Voladores de Calder o se deslizan y desvanecen y se vuelven nubes apelotonadas. Ahora, hoy, tranquilo, espero la próxima película de Alex de la Iglesia, Crimen ferpecto. Espero pacientemente la película. Quizá en el 2006, si el fin del mundo no ha llegado, la vea en esa misma sala, me da por pensar irónica y satisfactoriamente con mis labios replegados.

23 de octubre del 2004.



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* Es pertinente acotar que Alexis Pablo se trata de una muchacha, de 22 años, cuyo apellido es Pablo.

http://pasillosdemimemoriaajena.blogspot.com/