48 horas

Robert Andrés Gómez




Cuando aterrizo en Los Angeles, siempre son las diez de la mañana. Sin meridiano de Río Chico de por medio, el reloj es puntual. Cuando aterrizo, no voy de visita, siempre de trabajo. 48 horas a lo sumo. Las otras 18 en el avión de ida y vuelta. Una película es la excusa. Una gran película, por el presupuesto y las estrellas. Hay que ver la cinta, y luego, como manda la tradición, entrevistar a los grandes.

Un taxi y en veinte minutos ya estás en Beverlly Hills descargando la maleta. Una pequeña siesta, una vuelta por el hotel, una caminata por ninguna parte y ya, para las cuatro de la tarde, duchado y vestido. Presto en el lobby que de pronto parece una convención de Naciones Unidas. Periodistas de Asia, Europa, América Latina y el Caribe arman un barullo. Afuera, una señora muy simpática te anima a subir a alguno de los tres autobuses que te conducirán al cine. Probablemente en Hollywood Boulevard, frente al Teatro Chino y al Kodak.

La película siempre cuesta un poco más de cien millones de dólares y entre los periodistas siempre hay un par que aterriza con todo el merchandising puesto. En el Capitán –un cine-, un organista pone las notas previas a la premiere. La espera puede ser larga o corta, todo depende de cuánto tarden en llegar los invitados especiales. Una vez que arranca la película, casi todos aplauden. Una vez que termina, casi todos quieren irse de inmediato.

La señora simpática aguarda en la puerta del autobús. Sonríe a mares y te recuerda que debes ser puntual a la mañana siguiente. Para entonces ya es hora de dar otra vuelta en la nada. En la nada es fácil toparse con anécdotas. Te antojas de unos burritos y te cruzas con Keanu Reeves saliendo del lugar. No es la gran cosa, no Keanu, sino toparse a alguien en realidad. Si tienes suerte, es probable que te atropelle una celebridad, que te abra la puerta un famoso o en el mejor de los casos, que esperes un taxi junto a la Mujer Bonita. En el hotel –en cualquiera-, siempre hay alguien. Si es temporada de premios, te aburres y ya no quieres ver a nadie más. Hollywood es un pueblo de nueve letras. Sofisticado en alguna de sus esquinas, y un poco ruin en otras.

La noche pasa rápido. En la mañana hay que hacer acto de presencia pasadas las diez. La señora simpática ya no lo es tanto. Se ha transfigurado y hoy parece una nazi. Hollywood, le sienta bien. Te carga de todo lo que puede: cuadernos, libros, discos y más. Te ubica en una mesa, te señala los canapés y esperas. Entre los murmullos descubres que a casi nadie le ha gustado la película. Es casi un sentimiento general. Demasiados críticos alrededor. También descubres que las estrellas de la cinta no darán entrevistas, a lo sumo una rueda de prensa. Una menos, dicen. Mientras, aguardas. Los periodistas de TV hacen lo suyo. Uno a uno, van saliendo felices. Su exclusiva de tres minutos con las estrellas ha resultado satisfactoria.

Cuando llega la hora, pasas a una suite del hotel donde de a poco van llegando los entrevistados. Las estrellas son impredecibles. Las hay monosilábicas como Tommy Lee Jones. Meditabundas como Liam Nesson. Dicharacheras como Chow Yun-Fat. Desinteresadas como George Clooney. Discretas como Orlando Bloom. Tímidas como Ioan Gruffud. Amables como Hugh Jackman. Gratas como Geoffrey Rush.

Frente a ellos, diez o doce periodistas. Algunos ya vienen con un “issue” bajo el brazo. Los interesados en la ciencia médica: “¿Ya dejó de fumar?” Otros, preocupados por los temas sociales: “¿Piensa adoptar también?” Los más tech no faltan “¿Cuántos planos hizo la unidad de efectos especiales?” Hay otras, con otro norte, pero siempre incomodan. Nadie las espera, al menos no en ese contexto. Así, de a poco, los 20 minutos por entrevistado se hacen eternos. La tarde es la eternidad. Nadie quiere preguntar y nadie quiere responder, al menos no con entusiasmo. Los famosos que se ponen de mal humor quedan a merced de las preguntas médicas. “¿Hace cuánto lo dejó?” “¿Le ha costado?” “¿Cree que volverá a fumar algún día?” “¿Qué le aconsejaría a la gente que quiere dejar de fumar?”

Al final, terminas tan molido como ellos. Deseas que la señora vuelva a ser simpática. Que entre rápido y te salve. A ellos y al resto. Que te devuelva a la nada. Que te dé puerta franca para caminar en las calles por donde nadie camina. Que consigas tomar un autobús y marchar rumbo a la playa y seguir andando con un poco de compañía.

A la vuelta, pasas directo a Hollywood. Te pones a contar estrellas y quedas de nuevo frente a las puertas del Capitán. El músico se afana con su instrumento. El órgano suena. Te acuerdas de Sennet y toda su troupé. Haces las pases con ese barrio de dos calles. De dos sentidos: el éxito y el fracaso. Quieres pensar que donde te has sentado alguna vez estuvo uno de tus ídolos. Te acomodas mejor en la butaca. Se apagan las luces. La función está comenzando.

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